Desde niños se nos enseña a esforzarnos para alcanzar nuestros sueños.
Y también se nos sugieren algunos ejemplos aceptables.
Tener una buena carrera, alcanzar una posición respetable, ser un profesional reconocido, y otros por el estilo.
El apóstol Pablo, en la primera parte de su vida, era un claro ejemplo de esto.
Estudió con los mejores, como con Gamaliel.
Se destacó desde su juventud, por ejemplo siendo quien guardaba las ropas de los que apedreaban a Esteban.
Fue un ejemplo a imitar en cuanto a su actitud irreprensible en el cumplimiento de la Ley.
Se consagró a su misión de perseguir a los cristianos con un celo implacable.
Todo ello le dio un estatus envidiable entre los suyos, de lo que estaba orgulloso y satisfecho.
Hasta que tuvo un encuentro con Dios.
Entonces se dio cuenta de que nada de todo aquello tenía un verdadero valor.
Porque aunque todo esos sueños e ideales puedan ser muy buenos, e incluso deseables en un buen cristiano, ninguna de esas cosas podrá llenar tu alma como lo hace el vivir para Dios.
Nos vemos.
Imagen de portada por Andrew Neel on Unsplash
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