Es sorprendente el miedo que existe entre los cristianos a juzgar. Aunque, por otro lado, no es de extrañar, dada nuestra propensión a equiparar «juicio» con «condenación».
Sin embargo, a los discípulos de Berea se les califica de «más nobles» (Hechos 17:11) porque escucharon el mensaje de Pablo «escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así».
No se limitaban a aceptar, sin más, las afirmaciones de Pablo y Silas, sino que querían establecer la posible veracidad de lo que decían usando la Palabra de Dios como referencia.
O lo que es lo mismo, los judíos de Berea estaban realizando un juicio sobre lo que estaban escuchando y no sobre las personas.
Ellos no decidieron en base a las opiniones de otros sobre Pablo, si era un apóstol, como decían unos, o un apóstata, como decían otros.
Lo que les interesaba decidir era si decía la verdad o no.
Y es que juzgar no es otra cosa que emitir un veredicto u opinión fundada después de analizar cuidadosamente un hecho, enseñanza o aseveración para declararlo correcto o incorrecto.
De hecho, la etimología de la palabra «veredicto» no es otra que «decir con verdad».
Pero juzgar supone esfuerzo, supone escuchar de forma atenta e imparcial, supone esforzarse por conocer y entender la Palabra de Dios, para tenerla como guía, y supone asumir el riesgo de descubrir que se estaba equivocado en nuestros planteamientos previos.
Por eso, un espiritual puede, y debe, juzgar todas las cosas, para aprobar lo bueno y desenmascarar lo malo.
Y sabiendo que si juzga con verdad y sinceridad no se condenará en lo que aprueba.
Fotografía por Joel & Jasmin Førestbird en Unsplash
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