«Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie» 1ª de Corintios 2:14-15.

Es sorprendente el miedo que existe entre los cristianos a juzgar. Aunque, por otro lado, no es de extrañar, dada nuestra propensión a equiparar «juicio» con «condenación».

Sin embargo, a los discípulos de Berea se les califica de «más nobles» (Hechos 17:11) porque escucharon el mensaje de Pablo «escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así».

No se limitaban a aceptar, sin más, las afirmaciones de Pablo y Silas, sino que querían establecer la posible veracidad de lo que decían usando la Palabra de Dios como referencia.

O lo que es lo mismo, los judíos de Berea estaban realizando un juicio sobre lo que estaban escuchando y no sobre las personas.

Ellos no decidieron en base a las opiniones de otros sobre Pablo, si era un apóstol, como decían unos, o un apóstata, como decían otros.

Lo que les interesaba decidir era si decía la verdad o no.

Y es que juzgar no es otra cosa que emitir un veredicto u opinión fundada después de analizar cuidadosamente un hecho, enseñanza o aseveración para declararlo correcto o incorrecto.

De hecho, la etimología de la palabra «veredicto» no es otra que «decir con verdad».

Pero juzgar supone esfuerzo, supone escuchar de forma atenta e imparcial, supone esforzarse por conocer y entender la Palabra de Dios, para tenerla como guía, y supone asumir el riesgo de descubrir que se estaba equivocado en nuestros planteamientos previos.

Por eso, un espiritual puede, y debe, juzgar todas las cosas, para aprobar lo bueno y desenmascarar lo malo.

Y sabiendo que si juzga con verdad y sinceridad no se condenará en lo que aprueba.

 

Fotografía por Joel & Jasmin Førestbird en Unsplash