Existe una corriente, cada vez más fuerte entre los cristianos, de ver con malos ojos expresiones de tristeza en otros cristianos.
Afirman, erróneamente, que un creyente siempre debe estar alegre y que no puede expresar tristeza o desazón.
Se ve que este pasaje de Juan, u otros como el del huerto de Getsemaní o el de la crucifixión de nuestro Señor, no están en sus Biblias.
Es como pretender que ser cristiano eliminase nuestra capacidad de percibir el dolor, propio o ajeno, y nos hiciera insensible ante él.
O incluso, temen que manifestar tristeza o cansancio les pueda atraer los males multiplicados.
Sin embargo, la Biblia nos muestra que Jesús lloró ante el dolor del ser humano, nos muestra que Jesús tuvo hambre o que Jesús tuvo tristeza «hasta la muerte» (Mateo 26:38).
Jesús nunca dejó de reconocer sus sentimientos o emociones, pero no dejó que ellos gobernaran su vida ni sus decisiones.
Ni la euforia lo iba a impulsar ni la tristeza a frenar. Ni siquiera la ira en el Templo le llevó a agredir a nadie, sino que se limitó a expulsar a quienes no debía estar allí y volcar las mesas de los negocios.
Lo que guiaba su vida era la Palabra de Dios, la obediencia a la voluntad de Dios, «la obra que me diste para hacer he hecho» (Juan 17:4).
Por eso, una de sus últimas instrucciones fue: «En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33).
Fotografía de portada por Luis Galvez en Unsplash
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