En la meditación de la semana pasada veíamos que el éxito en el ministerio al cual Dios te llame, ya sea este el pastorado, la intercesión o el servicio práctico en la iglesia, no venía de tu preparación académica sino de tu obediencia a Dios.
Ahora bien, esto nos plantea otra cuestión, ¿qué significa tener éxito en tu servicio?
Porque, si nos fijamos en la sociedad que nos rodea, éxito significa alcanzar tus metas, superar los logros de otros, y obtener una posición de prestigio y bienestar.
Y, además, en el mundo el éxito está reservado solo a unos pocos.
Por ponerte un par de ejemplos, en algunas de las maratones más populares y prestigiosas del mundo pueden correr más de 10.000 atletas, pero sólo uno se lleva la medalla de oro.
A las ofertas de empleo público se presentan miles de candidatos, pero sólo un puñado se llevan las plazas. Solo unos pocos se llevan el premio.
Los demás, que también han peleado por la victoria, se quedan con el amargo sabor del fracaso.
Si el éxito en la vida espiritual se midiera por los mismos patrones, solo el pastor de cada iglesia habría alcanzado el éxito. Y solo uno de entre ellos habría alcanzado la presidencia de su denominación local o nacional. Y, de ellos, solo uno llegaría a alcanzar la presidencia mundial.
El resto serían meros actores secundarios, cuando no simples extras anónimos en la película de sus propias existencias.
Triste destino para alguien por quien Cristo entregó su vida.
Porque no es esto lo que Dios tiene pensado para sus hijos.
Si Cristo dejó el Cielo para descender a esta Tierra y sufrir el desprecio, la persecución y la muerte, no fue para darnos una vida de mediocridad. Él lo hizo para darnos una vida plena y victoriosa, y en la que nos tiene reservado el papel de coprotagonista a su lado.
Porque para Dios, cada uno de nosotros no es solo un número en el Libro de la Vida. Cada uno de nosotros somos un hijo suyo al que ama con todo el amor del que Dios es capaz. Y para el que Dios tiene un plan perfecto.
Es por eso que, en la primera epístola de Pedro, en el capítulo 2 y versículo 9 leemos:
Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Somos linaje escogido, porque es Dios quien nos ha llamado. No ha sido nuestro esfuerzo, sino la gracia de Dios. Gracia que nos confiere el rol de hijos que le aman y adoran.
También somos real sacerdocio. Personas que consagran sus vidas a Dios y que viven para adorarle y para manifestar la verdad eterna. Y así, guiar a otros hacia la vida junto a Dios.
Y somos nación santa. Un pueblo, redimido por la sangre de Jesucristo, que ha decidido vivir en los caminos de Dios. Que anuncia una forma mejor y sublime de vivir en esta tierra. Y un pueblo que muestra al mundo la grandeza y la santidad de Dios.
En esta situación, el éxito no se mide por el tamaño de los logros o por el número de milagros. Se mide por la fidelidad a tu llamado.
Por eso, el verdadero éxito espiritual es llegar al final de tu carrera lleno de su gozo, sabiendo que Dios estuvo a tu lado todo el tiempo, que Él pudo hacer a través de ti todo lo que tenía previsto, y que tu fe en Cristo ha vencido al mundo.
No hay mayor éxito que ese.
Que Dios te bendiga.
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