Por muy valiosas que sean las cosas que puedas compartir, Cristo es el mejor regalo de Navidad, el único regalo capaz de traer vida.
¿Alguna vez se te ha acercado por la calle alguien desconocido para felicitarte y darte un regalo?
Pero un regalo de verdad, no una promoción de esas cuyo objetivo es que les termines comprando algo.
A mí, por lo menos, no.
Tampoco es habitual que alguien con quien mantienes una inquina terrible se te acerque para hacerte regalos. Y si lo hace, antes de abrirlos los pasas por los rayos X. Por si acaso.
Y eso ocurre porque los regalos se los damos a las personas que amamos y que conocemos.
Personas que nos han ayudado o enseñado de forma desinteresada. Personas que nos han concedido el privilegio de su amistad, de su tiempo, o incluso de sus recursos.
Son a estas personas a las que homenajeamos con regalos, y cuyos logros felicitamos y reconocemos.
Pero el resto de la población suele permanecer invisible a nuestros ojos. Porque entendemos que no han hecho nada por nosotros, ni son nada nuestro.
A lo sumo, hacemos alguna donación a una ONG. Pero, a veces, es más por remordimiento que por verdadero altruismo.
Y esto es así porque, por naturaleza, somos egoístas. Incluso, en algunos casos, esos regalos son una forma de “mantener una relación” que, quizá, estamos descuidando.
Sin embargo, Jesús nos muestra la verdadera naturaleza de la actitud de dar. Así, en el Evangelio de Lucas capítulo 14 Jesús habla sobre unas bodas, y le indica a su anfitrión que cuando haga una celebración no invite a los amigos, sino a los pobres y necesitados.
Porque los amigos le podían devolver la invitación y con eso pagarían el favor. Pero los necesitados no podrían, y eso es lo que Dios valoraría y recompensaría.
De hecho, eso es lo que hizo Dios con nosotros.
Aunque Dios nos ama, para muchos Él era un perfecto desconocido. A lo sumo alguien de quien habíamos oído hablar, pero con quien, o bien no manteníamos ningún tipo de relación, o bien nuestra relación era de odio o desprecio. Pero, en todos los casos, vivíamos fuera de sus caminos y su voluntad.
Y a pesar de ese desprecio, Dios nos entregó el mejor de los regalos.
Veamos lo que nos dice el Evangelio de Lucas, capítulo 2 y versículos 10 y 11:
Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.
Dios no tenía ninguna obligación para con nosotros.
No habíamos hecho nada para que nos correspondiese.
De hecho, nos habíamos ganado a pulso que nos diese la espalda.
Y sin embargo, su amor por nosotros, un amor genuino y desinteresado, le impulsó a regalarnos la redención y la vida eterna.
El pagó el precio de nuestros pecados, de nuestras rebeliones, de nuestra indiferencia contra Él. Y en Cristo nos regaló la vida eterna, concediéndonos el derecho de ser sus hijos.
No importa cual haya nuestra actitud para con Dios. Él nos mira a través de su misericordia y desea que recuperemos la relación perfecta que los seres humanos teníamos con Él al inicio de la Creación.
Y por eso envió a Cristo para rescatarnos. Sin contraprestaciones, sin letra pequeña. Un regalo de amor.
Pero como todos los regalos, este solo lo podrás disfrutar si lo aceptas y lo desenvuelves para usarlo.
Así que en esta Navidad te invito a que aceptes ese regalo que Dios te ofrece, porque ningún otro regalo transformará tu vida como Cristo lo va a hacer.
Y si ya lo tienes, recuerda compartirlo con todos los demás, conocidos o desconocidos.
Porque, por muy valiosas que sean las cosas que puedas compartir, Cristo es el único regalo que les va a traer vida.
Que Dios te bendiga.
Y Feliz Navidad.
Foto de Gareth Harper en Unsplash