No tener lucha contra sangre ni carne significa que no debemos ver al resto de la humanidad como a adversarios, sino como aquellos a los que debemos rescatar.

Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes (Efesios 6:12).

Con el paso de los años voy aprendiendo a escoger las batallas en las que merece la pena pelear, y dejo el resto para mejor ocasión o para quien tenga más tiempo libre.

No quiere decir que acierte siempre, porque a veces, te ponen la batalla muy fácil y la carne es débil. Pero me esfuerzo por zanjar los debates estériles con un “que Dios te bendiga”.

Por eso, hace unos días comentaba lo triste, y preocupado, que me siento cuando veo algunos debates terribles entre cristianos en las redes sociales.

Debates públicos llenos de descalificaciones cruzadas entre personas con distintos enfoques doctrinales, en los que defienden sus respectivas posiciones teológicas, sobre pasajes y cuestiones que, muchas veces, poco o nada aportan a la majestad del Evangelio de Cristo.

Y si solo fueran debates entre creyentes neófitos tendría un pase.

Pero más triste es aún comprobar cómo algunos de los debatientes son personas de cierto nivel en sus iglesias. O que desde púlpitos muy afamados a nivel mundial se tiran dardos contra otras denominaciones o posiciones doctrinales.

Lo único que suelo sacar en claro de esas discusiones es la veracidad de la afirmación de Jesús registrada en el Evangelio de Mateo, capítulo 10 y versículos 35 al 36: Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa.

Es un pasaje demoledor. Este nos muestra como la disensión, ese debate duro y descalificador, acaba degenerando en enemistad y provocando auténticas batallas. En las que, al final, lo único que se persigue es destruir al adversario. 

En otras ocasiones las descalificaciones se dirigen hacia políticos de uno y otro signo. Que si ateos, que si corruptos, que si rojos, que si fachas…

Como si nosotros fuésemos perfectos e irreprensibles y capaces de tirar esa primera piedra. Y como si esos políticos, en muchos casos sin una vida espiritual correcta, cuando no ateos recalcitrantes, con un decreto pudieran hacer cambiar a la sociedad en cuestiones que, a los creyentes llenos del Espíritu Santo, nos cuestan esfuerzo y tiempo.

Y ojo, no estoy diciendo que no denunciemos la injusticia o la herejía. Lo que estoy diciendo es que debemos saber escoger las batallas. Aquellas que nos enfrenten a nuestros verdaderos enemigos.

Como nos dice el apóstol Pablo en la Epístola a los Efesios, capítulo 6 y versículo 12:

Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.

Lo que este pasaje nos está llevando a considerar es que nuestra lucha espiritual no es contra la gente incrédula.

Tampoco es contra los que se oponen al Evangelio, ni contra nuestros perseguidores.

Y, ni mucho menos, contra los hermanos en la fe, aquellos que tienen a Jesús como su Señor y salvador. Aunque piensen diferente en algunas cuestiones.

Con todas estas personas podemos tener discrepancias, incluso tener opiniones diametralmente opuestas.

Pero en estos casos lo que se impone es el dialogo desde el respeto. Ese examinadlo todo y retener lo bueno que aconsejaba el apóstol Pablo a los Tesalonicenses.

Y apartar de nosotros todo intento de imposición de criterios o posiciones personales, e ir con el ánimo de enriquecer la vida de la otra persona. Corrigiendo y razonando desde el amor, considerando lo que los otros pudieran tener de razón.

Porque no tener lucha contra sangre y carne significa que nuestra verdadera lucha es con las huestes espirituales de maldad. Las que, de verdad, que esclavizan y dañan las vidas de las personas. Las mismas huestes que están intentando confundirte para que vuelvas a tu vida anterior y abandones el camino de salvación.

Si de verdad quieres dedicar tu tiempo y energías en batallas con tus verdaderos adversarios empieza a amar a tus enemigos, a orar por los que te persiguen y ultrajan y a hacer bien a todos.

Y, por supuesto, a interceder por tus hermanos y pastores, a adorar a Dios, a meditar en su Palabra y a compartirla con el perdido.

Porque no hay nada más poderoso para destruir fortalezas, derrotar a los demonios y salvar vidas, que un cristiano que vive y actúa de acuerdo a su fe. En amor, sencillez y santidad.

Que Dios te bendiga.

Foto de Hasan Almasi en Unsplash