Aunque Jesús nos avisó de pruebas y dificultades, también fue contundente en su promesa: La paz os dejo, mi paz os doy.
La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo (Juan 14:27).
El primer evento importante registrado, después de la caída del ser humano en el Edén, fue un asesinato.
Quizá por eso no nos debe extrañar que uno de los eventos más presentes, a lo largo de la historia, sea la guerra.
Un acto cuyo único fin es traer dolor, muerte y destrucción al agredido. Aunque, a veces, parece que el agresor olvida que también va a tener que pagar un precio.
Pero claro, quien da la orden de iniciar una guerra suele estar muy lejos del frente.
Guerra es sinónimo de víctimas, y suele decirse que la primera víctima de la guerra es la verdad. Sin embargo, esto no es siempre cierto.
Muchas veces se trata de justificar las agresiones con el pretexto de una defensa; como las famosas “guerras preventivas” en Oriente Medio o la agresión contra Ucrania. Sin embargo, la verdad siempre prevalece a través de las nubes de humo de las bombas.
La verdadera primera víctima de la guerra es la paz.
En cuanto suena el primer disparo o la primera explosión, la paz ha muerto. De hecho, ha podido morir mucho tiempo antes. Las siguientes víctimas son las personas, y, con ellas, la creación entera.
Porque nada hay más contrario al concepto de creación divina que la guerra. Y a pesar de los avances sociales nadie ha conseguido erradicarla. Ni lo conseguirá hasta que Cristo venga de nuevo.
Es notorio que una amplia mayoría de los avances con los que contamos actualmente, tienen su origen en necesidades militares. Relojes digitales, móviles, ordenadores, GPS, e incluso algunos avances médicos, tuvieron como objetivo inicial matar más y mejor.
Hemos pasado de la piedra o la quijada de un asno al misil. Pero el corazón del ser humano sigue albergando el mismo anhelo de mal.
Y quizá no se lancen misiles cada día (bueno, ahora en Ucrania sí), pero cada día miles de personas agreden a sus congéneres causándoles daño físico o emocional, o ambos.
Y en este contexto es muy fácil perder la esperanza y la fe.
Quizá por eso, y porque Jesús sabía que la violencia es un mal endémico de la humanidad, nos dejó esta hermosa promesa registrada en el capítulo 14 y versículo 27 del Evangelio de Juan:
La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.
El mundo ofrece paz cuando acaba la violencia. Pero aún así no es una paz completa, porque la verdadera paz no es la ausencia de violencia.
Una víctima de una violación no recupera la paz cuando termina la agresión. Y ojalá la guerra de Ucrania terminara ahora mismo, pero eso no va a devolver la paz a los ucranianos. Porque el dolor, el odio y el rencor está creciendo en sus corazones.
Hace poco una joven de Kiev dijo que los rusos nunca lograrían entrar en la ciudad, y la razón que esgrimió no fue militar ni geográfica. La razón que dio es que el odio en la población ucraniana había crecido tanto que los soldados rusos jamás podrían derrotarlos.
Por eso Jesús no nos dejó la paz del mundo, sino que nos dejó su paz. Una paz que no necesita de condicionantes externos, de ausencia de violencia, para existir, sino que es una paz que permanece en todo tiempo. Y que se desarrolla aún más, si cabe, en los tiempos de persecución y prueba.
Es una paz que crece de manera continua conforme crece nuestra fe y dependencia de Dios. Una paz que nos ayuda a perdonar y a sanar las heridas. Porque el odio lo que hace es mantenerlas abiertas e infectadas.
Y es esta paz la que el mundo necesita. Por eso, hoy más que nunca, el mundo necesita que seamos visibles, aunque no quieran vernos, y que llevemos el mensaje del Evangelio, aunque no quieran oírlo.
Así que aférrate a tu Señor, y sigue adelante, y aunque los violentos te arrebaten todo por la fuerza, descubrirás que hay algo que jamás podrán arrebatarte, la paz que Cristo te ha entregado.
Que Dios te bendiga.