El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré (Salmo 91:1-2).
Todos vamos a enfrentar tiempos difíciles a lo largo de nuestras vidas. Y todos necesitaremos abrigo y refugio en esos momentos.
De hecho, hace años, existía una publicidad muy curiosa que tocaba este punto.
En ella se veía a unos niños que acosaban a otro, pero entonces este llamaba a su primo, uno que bebía zumos de naranja de la marca Zumosol, y que estaba como un armario ropero, y resolvía el problema.
Este concepto del primo de zumosol hizo gracia, y de ahí que cuando alguien tenía un problema importante se usara la expresión “acudir o llamar al primo de zumosol”.
Lo cierto es que a todos nos gustaría tener un primo de zumosol al que acudir cuando las cosas vienen mal dadas.
Descalificaciones, desprecios, abusos, indefensiones y otras situaciones semejantes serían mucho más fáciles de resolver si contáramos con la ayuda de un primo así.
Esta es una de las razones que explican el surgimiento de todo tipo de asociaciones.
Asociaciones de enfermos, de profesionales, sindicatos, son una muestra positiva de este deseo de contar con la ayuda de otras personas más preparadas o con más experiencia que nosotros.
Pero aquí también contamos con un reverso tenebroso. Así, podemos ver proliferar a las pandillas o a los grupos antisistema de uno y otro signo, quienes animan, preparan y ayudan a sus miembros para ser más destructivos y violentos que sus adversarios.
Y esto, con la errada creencia de que con la fuerza podrán imponer sus planteamientos, o de que podrán sacar beneficio de la violencia y la coacción. Y no saben que su camino de violencia es un camino de muerte para ellos mismos.
Los cristianos, por nuestra parte, tenemos a la iglesia. Una comunidad en la que podemos sentirnos seguros, acogidos y protegidos del mundo exterior, y a la que muchos acuden en busca de ese cobijo.
Y esto es muy positivo, porque esa es una de las funciones de la Iglesia.
Ahora bien, la Iglesia es una comunidad, no un lugar en el que podamos vivir.
Y es una ayuda, una herramienta muy importante de nuestro crecimiento, pero va a haber situaciones en las que, por unas razones u otras, no vamos a poder contar con ella.
Abraham tuvo que abandonar su hogar, David tuvo que huir a tierra de filisteos, incluso Jesús se quedó solo en Getsemaní, y eso que estaba rodeado de sus discípulos…
Y entonces, ¿qué?
La respuesta la encontramos en los dos primeros versículos del Salmo 91, que dicen así: El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré.
Por supuesto que Dios ha dejado su Iglesia para que sirva de paraguas a quienes busquen refugio en ella. Pero hemos de ser conscientes de que la protección, la verdadera, proviene de Dios. Y aunque a este paraguas que es la Iglesia, se lo lleve el viento de la tormenta, siempre podemos estar seguros de obtener amparo en Dios.
Porque Él es abrigo en los días fríos y tempestuosos, cuando la soledad nos hiere y la oscuridad nos rodea; y es sombra cuando el sol de la prueba nos golpea y la sequedad nos deja sin fuerzas.
Y es esperanza en medio de los problemas, aunque a veces esta esperanza sea tenue como la bruma. Pero también es castillo, alto, sólido y firme, que nos rodea con sus muros de protección de cualquier ataque de nuestro enemigo.
Así que no envidies al mundo cuando saque a relucir a sus primos de zumosol, ni tengas temor de ellos cuando vengan contra ti. Porque no son más que modernos “Goliats”, que al igual que aquél serán derrotados por la fe.
Mientras que tú estarás seguro habitando al abrigo del Altísimo recordando las palabras de la epístola a los Romanos capítulo 8 y versículo 31: “… si Dios es con nosotros, ¿Quién contra nosotros?”
Que Dios te bendiga.
Foto de Juliane Liebermann en Unsplash