«Solamente que os comportéis como es digno del evangelio de Cristo, para que o sea que vaya a veros, o que esté ausente, oiga de vosotros que estáis firmes en un mismo espíritu, combatiendo unánimes por la fe del evangelio,y en nada intimidados por los que se oponen, que para ellos ciertamente es indicio de perdición, mas para vosotros de salvación; y esto de Dios» (Filipenses 1:27-28).
El ser humano natural se encuentra apartado de Dios.
La decisión que tomamos en el Edén, de desobedecer la voluntad de Dios, provocó la separación espiritual entre el ser humano, cada uno de nosotros, y Dios.
Puede parecer una injusticia, pero es lo mismo que ocurre cuando una pareja deja su tierra y se traslada a otro país. Si no actúan de forma explícita y van a sus consulados y registran el nacimiento, sus hijos pierden la nacionalidad de sus padres y adquieren la del país de nacimiento.
Y todos nosotros hemos nacido fuera del Edén, por lo que solo tenemos la nacionalidad de este mundo.
Alguno podría pensar que esto se soluciona reclamándole a Dios la ciudadanía en la que fueron creados Adán y Eva.
Pero tenemos un grave problema, y es que nosotros no tenemos derecho a reclamar la “nacionalidad espiritual” por una sencilla cuestión, Adán y Eva fueron expulsados del Edén, es decir, se convirtieron en apátridas privados de su nacionalidad espiritual previa y del derecho a volver a reclamarla.
Y, de este modo, se convirtieron en súbditos del príncipe de este mundo.
“…por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios»
Romanos 3:23
“…siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia”
Efesios 2:2
Pero Dios no quería dejar las cosas así. Él sabía que fuera de nuestro entorno íbamos a ser unos desgraciados, y nos dio tiempo para que lo comprobáramos por nosotros mismos.
Y después abrió una vía para que pudiéramos volver a adoptar esa ciudadanía celestial que tuvimos en un principio, y que es la verdadera voluntad de Dios.
Pero no era una vía a la que teníamos derecho, no podíamos reclamarla, ni podíamos comprarla; porque el precio es tan alto que es imposible de pagar. Ni siquiera para ese 1% de la población que atesora el 90% de la riqueza mundial.
Porque su precio es el precio de tu vida. Es imposible poder valorar una vida humana.
Pero Dios sí pudo. Él pagó el precio por medio del sacrificio de Cristo, y después puso esta vía al alcance de todos. Es un regalo, un don de Dios para la humanidad en general y para cada uno de nosotros en particular.
Y es un regalo de amor.
No es algo que Dios nos deba, ni es un derecho que hayamos adquirido de alguna manera.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”
Juan 3:16
Tampoco es precisa ninguna penitencia ni buena obra previas para ser merecedor de la misma.
La única obra que se requiere es aceptarla. Es recibir a Cristo como Señor y Salvador.
Y si así lo haces, Dios te recibe como hijo suyo y te registra en el Libro de la Vida; aquel en el que están registrados los nombres de todos los que van a poder estar delante de su presencia por toda la eternidad.
“Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego”
Apocalipsis 20:15
Disponer de esta nacionalidad espiritual te abre posibilidades infinitas. Por ejemplo:
- Puedes contar con la presencia de Dios en tu corazón.
- Puedes contar con la guía del Espíritu Santo.
- Puedes contar con su poder y su misericordia.
- Puedes contar con su paz.
- Puedes contar con su consuelo.
Ahora bien, de la misma forma que cuando adoptas una nueva nacionalidad estás obligado a conocer y a guardar las leyes de ese país, incluso aunque estés en el “extranjero”, obtener la ciudadanía espiritual también tiene sus responsabilidades.
Y si has adoptado la ciudadanía espiritual tienes que conocer su “Constitución” y sus “normas”; y lo más importante, tienes que vivirlas.
Porque la Palabra de Dios no es un conjunto interminable de normas legales y farragosas, es un libro de vida. Y si el Evangelio ha impactado tu vida tiene que producir cambios en ella.
Porque por muy ética que haya sido tu vida hasta el momento de tu conversión, el nivel de amor, justicia y santidad que Dios demanda es infinitamente superior.
Tanto que es imposible de cumplir por nuestras fuerzas, como ya aprendieron los israelitas a lo largo de todo el Antiguo Testamento.
Dios es perfecto, pero no con nuestro concepto de perfección que se limita a aceptar “el más alto grado posible de calidad”. No. Dios es la perfección absoluta.
Dios es justo. Y en sus juicios no hay componendas, negociaciones ni atenuantes.
Y Dios no solo es santo, es tres veces santo.
Es un nivel que no podremos alcanzar jamás. Solo dejando que el Evangelio se haga real en nuestras vidas, a través de la obra del Espíritu Santo, podremos tener un vislumbre de lo que significa.
Y este nuevo nivel, para el que Dios nos capacita a través de su Palabra y de su Santo Espíritu, es algo que debe dejarse ver en nuestro comportamiento diario.
Pero no estamos hablando de una vida “perfecta”, sino de una vida de humildad, misericordia, rectitud y servicio.
Como leemos en Miqueas 6:8: “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios”.
Una vida que deje ver a Cristo en lo que hacemos y decimos, o en lo que callamos y evitamos.
Así, el apóstol Pablo les da a los filipenses tres pautas para que se evalúen.
La primera es la unidad. “…firmes en un mismo espíritu, combatiendo unánimes…”. Y con ello no estamos hablando de uniformidad, es decir, de todos calcados, sino que, cada uno, conforme a la gracia y a los dones recibidos de Dios, se ayudan en la obra de Dios.
Pueden que discrepen en ciertos puntos secundarios, pero se sujetan unos a otros en amor y se consideran, unos a otros, como a superiores a sí mismos.
Porque solo a través de la unidad, y el respeto, podremos conseguir estar firmes. No hay nada que asegure más la derrota que tener un equipo desunido.
Imaginaos un equipo de futbol donde el portero deje de prestar atención porque los defensas, según su criterio, no hacen lo que deberían. Que los del medio campo pensaran de los delanteros: “si tanto les gusta meter goles que vengan ellos a por los balones”. O que los delanteros dijeran del portero: “como ese no suba a ayudarnos en vez de quedarse allí tocándose la barriga, ¡que no esperen ni un gol más!”.
Solo ganaran un partido si el adversario no se presenta. En el resto de los casos la derrota es segura.
La segunda es la acción. “… combatiendo unánimes…”.
Ya lo he dicho antes y lo repito, si el Evangelio ha entrado en tu vida, tiene que producir cambios, tiene que reflejarse en tu vida, en lo que haces, y en lo que dejas de hacer.
Y no por obligación, sino porque realmente está produciendo un cambio de naturaleza en tu interior. Ningún águila echa de menos correr, porque su sitio no está a ras de suelo, sino en las alturas. Al contrario, cuando se encuentra en verdaderos problemas es cuando está en tierra y no puede remontar el vuelo.
Y si no eres águila, sino que eres tortuga, tampoco te preocupe no poder volar, porque tú llegarás a sitios que no están al alcance de ningún águila.
Busca tu sitio, y ponte en marcha. En la iglesia, en el barrio, en la sociedad. Donde quiera que Dios te ponga, ponte en movimiento.
Siguiendo con el símil futbolístico, no sé dónde te ha puesto Dios, aunque lo que es seguro es que tú no eres el entrenador. Nuestra labor está en el campo, en darlo todo y cumplir nuestra misión de la mejor manera posible, colaborando los unos con los otros. Solo así, Dios podrá hacernos un equipo ganador.
Y la tercera es la fe. “…en nada intimidados por los que se oponen…”.
Busca tu sitio, y ponte en movimiento, y hazlo porque Dios estará contigo.
Por supuesto que van a venir problemas y oposición. Pero ten fe, confía, porque Dios está contigo.
No te preocupes por el tamaño de tus oponentes, ni por la fuerza o habilidad que demuestren, y tampoco te asustes si, de repente, algún compañero huye despavorido o, incluso, cede y le pasa el balón al adversario para evitar que se le echen encima.
No te de temor tener que enfrentar esos adversarios, siempre que estés en el equipo de Dios, porque en Él tendremos la victoria.
Tendrás que esforzarte mucho, y puede que tarde más de lo que te gustaría, pero si confías en Dios, la victoria llegará.
Por el contrario, si cedes al temor y te retiras, o, peor aún, cambias de equipo, quizá te sea muy cómodo al principio. Quizá te evites esfuerzos, quizá te evites luchas. Pero el final seguro será la derrota y la muerte.
Solamente que os comportéis como es digno del evangelio de Cristo, para que o sea que vaya a veros, o que esté ausente, oiga de vosotros que estáis firmes en un mismo espíritu, combatiendo unánimes por la fe del evangelio, y en nada intimidados por los que se oponen, que para ellos ciertamente es indicio de perdición, mas para vosotros de salvación; y esto de Dios.
Filipenses 1: 1-11; 27-28
Por último, es curioso comprobar que en las palabras que usa Pablo en este pasaje: “comportéis, firmes, unánimes, combatiendo, no intimidados”, ha utilizado verbos o adverbios de acción.
En ningún momento dijo: «que digáis que sois cristianos».
Probablemente, porque si es necesario decir que somos cristianos, quizá sea porque aún no nos comportamos como tales.
Que Dios te bendiga.
¿Me ayudas a compartirlo? Muchas gracias.
Imagen de portada por Jon Tyson en Unsplash
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